La Nada
«El edificio del Conservatorio de Música por fuera era bonito, de piedra color salmón. Cálido. Sin embargo, al cruzar la puerta, el bocadillo de Nocilla de la merienda se me revolvió en el estómago. Quizá era el silencio. Un silencio grosero para un lugar dedicado a la música. Incluso las baldosas, frías, brillantes, reflejaban aquel mutismo. Aquella nada que se comía los violines y los pianos y que avanzaba colándose por los zapatos hasta el pecho.
La Nada.
En mi cabeza la sonata que no salía. Y el metrónomo marcando el compás.
Tac-tac tac-tac.
Tenía que recorrer un pasillo largo hasta llegar a las aulas. Las pisadas, tímidas, pedían permiso para romper la ausencia de sonidos. El bocadillo pesaba en la tripa.
Las puertas de las clases de piano tenían, también, un pacto con el silencio. Grandes, robustas, como las esfinges de La Historia Interminable esperando para dejarme cruzar. O para matarme.
El pasador de la puerta era de metal. Había que agarrarlo con las dos manos para deshacer el hermetismo que insonorizaba el aula. Al despegarse la hoja, las primeras notas hicieron añicos La Nada. Y a mí se me clavaron al lado del bocadillo.
Tac-tac tac-tac.
Blanca, mi compañera, tocaba sosteniendo el pulso de tres por cuatro que marcaba el metrónomo sobre el piano de cola. La profesora sonreía con los ojos cerrados. Y allí llegaba yo, tarde, para romper esa armonía.
Me senté al lado de Laura, procurando no hacer ruido. Blanca terminó y las demás aplaudimos. El metrónomo mantenía su tempo. Seco. Altivo. Permanecimos calladas mientras la profesora tomaba apuntes. Yo reproducía la sonata en mi cabeza, pero no cuadraba. Era el turno de Laura. Luego me tocaba a mí.
Intenté despejarme mirando las formas de los paneles acústicos que cubrían las paredes. Parecían hueveras. Todas apuntaban al metrónomo. Y la sonata se peleaba con él.
Yo no quería estar allí. Yo quería estar leyendo el libro de Michael Ende que tenía a medias esperando en casa. Sin metrónomos. Sin sonatas. Sin silencios peligrosos.
Tac-tac tac-tac.
Restos del bocadillo subían por el esófago para volver a bajar. La sonata no salía, la de Laura sí. La profesora en trance. El bocadillo. Noté la boca seca y pasé la lengua por los labios. Al llegar a la comisura, me encontré con restos de la crema de cacao de la merienda.
Tac.
El metrónomo paró. Saboreé el chocolate sin prisa. Cremoso, dulce.
Decidí que aquella misma tarde les diría a mis padres que lo dejaba. La Nada dejaría de ser un problema fuera de Fantasia y las esfinges me permitirían cruzar».
Noventa y cinco años de Michael Ende
Hoy se cumplen noventa y cinco años del nacimiento de Michael Ende y quería compartir, desde la literatura, lo que este autor supuso en mi infancia y, en consecuencia, en mi vida.
Lo arriba relatado es ficción, pero tiene mucho de verdad. Y es que Ende entró en mi vida en uno de esos descansos entre clase y clase en el Conservatorio de Música. A la vista está que hacer música no estaba, ni de lejos, entre mis capacidades. Sí disfrutarla, pero desde otro lugar.
En aquellos interludios entre piano y solfeo (o lo que fuera), aprovechaba a merendar. Y en una de esas meriendas sucedió algo importante en la vida de todo niño. La biblioteca del centro cultural en el que estaba ubicado el Conservatorio organizó una pequeña exposición de Literatura Infantil y Juvenil en el hall del edificio y allí, bocadillo en mano, elegí un libro para pasar ese rato entre solfeo y coro (o lo que fuera). Ese libro fue La Historia Interminable. En la cubierta aparecía un fotograma de la famosa película de los ochenta que Ende tanto detestó. Y no me extraña porque es demencial, a pesar de haberse convertido en un icono pop de la época (canción incluida). Al abrir el libro: una sorpresa. La tipografía era roja, porque, para aquellos que no lo hayan leído, todo lo que pasa en el mundo real, en el de Bastian, es rojo. Y lo que sucede en Fantasia es verde (o turquesa, según la edición).
Bocadillo en mano me enfrasqué en la lectura del libro y algo sucedió. Algo importante, como lo son todas las cosas en la vida que te llevan a ser quien eres hoy. Sucedió, eso lo sé ahora, que ese fue el primer libro elegido por mí (y no por el colegio o mi familia) que me enganchó a la lectura. Y sucedió que desde muy niña entendí la importancia de la Literatura y las buenas historias. Aquellas que son capaces de transportarte a otros mundos, pero también de introducirte en la reflexión, en la filosofía, en el pensamiento. Porque, seguramente de modo inconsciente, la historia de Ende me caló de forma profunda y desde entonces no dejé de buscar historias que provocaran en mí ese mismo efecto. Hasta hoy, que sigo, ya no solo buscando ese tipo de historias, sino intentando escribirlas para ofrecérselas a otros niños y adolescentes.
Sé que muchas de las que me leéis empatizaréis conmigo, pues estamos hablando de uno de los grandes escritores de la Literatura Universal y de un clásico de la Literatura Infantil. No es que yo sea especial y alcanzara el Nirvana leyendo La Historia Interminable. Es que hemos sido muchas generaciones las que hemos sentido esa especie de revelación divina y cosquilleo interno con su lectura al detectar que se nos estaba hablando de cosas importantes. Por eso Ende sale en las conversaciones una y otra vez. Hoy quiero pararme, brevemente, en la última que tuve al respecto.
La Estética de la Recepción
Hace unas semanas estuve charlando con otra escritora absolutamente fan de Ende y de La Historia Interminable que me reveló un aspecto que a ella le fascinaba del libro en el que yo nunca me había parado a pensar. Y es que, según ella, el libro es un ejemplo perfecto de la teoría de la Estética de la Recepción que habla, ni más ni menos del papel del lector a la hora de recibir la obra artística. Esta teoría estudia la influencia de los lectores en la creación y estructura de las obras literarias; de qué modo la recepción por parte de los lectores condicionan lo literario. Dichos planteamientos se reflejan a la perfección en La historia interminable que, haciendo una alegoría de esta corriente, nos presenta un doble texto: el texto que lee el protagonista y el que es leído por el lector. Lector y texto interactúan dentro y fuera de la ficción, y el autor queda prácticamente anulado.
La teoría de la Estética de la Recepción surgió a finales de los años sesenta en la Universidad de Constanza en Alemania donde un grupo de investigadores propusieron un cambio de paradigma en la teoría literaria: el interés se desplaza del autor y de la obra a la interacción entre texto y lector. Se estudia tanto el proceso histórico de recepción como el efecto que produce la obra durante la lectura. La primera línea es impulsada por los trabajos de Hans Robert Jauss; la segunda, por Wolfang Iser.
La Estética de la Recepción propone, frente a la primacía concedida al autor, volver la atención sobre los lectores. Estudia la influencia de los lectores en la creación y estructura de determinadas obras literarias y considera el hecho de la recepción como condicionamiento de lo literario. Como indicaba antes, esto sucede en La Historia Interminable en dos capas diferentes: la del lector del libro y la propia que sucede dentro del libro cuando Bastian empieza a leer La Historia Interminable y a dialogar con el texto hasta que llega un momento en el que no solo es lector sino partícipe de esa historia.
El texto sólo existe en la medida en que es leído, de manera que lector y autor participan en un mismo juego imaginario
En el libro de Ende se construye el personaje de Bastian como un niño lector de un libro y esto es fundamental para que se produzca esa recepción. Pero, además, Bastian no es solo el lector de ese libro, pues, con su lectura, será capaz de influir en ese mundo, convirtiéndose, además de en lector, en autor del libro. Como veis, una alegoría perfecta de esa Estética de la Recepción y esa relación entre el texto y el autor.
Michael Ende como receta para el alma
No voy a profundizar por hoy mucho más en esto, pues es un tema que ha dado para sesudas tesis y ensayos, y en el que os animo a bucear si os interesa, sin embargo, quería traerlo a colación porque Ende, con sus historias y la reflexión en torno a ellas, vuelve una y otra vez a nuestras vidas sin darnos cuenta.
Hace un tiempo, debatía con otros autores sobre la trascendencia ¿Qué hace a una obra trascendente? Bueno, esto sería digno de otro estudio, pero, sin duda, leer a Ende desde esa pureza que lo hace una niña de nueve años que elige un libro al azar y sin entrar en reflexiones, dejando que la obra haga su trabajo por sí sola en su inconsciente, nos puede dar una idea de qué es la trascendencia en lo literario.
Mi recomendación de hoy, como homenaje a este autor imprescindible, no puede ser otra que leer a Ende cada cierto tiempo, como prescripción médico-literaria; como ejercicio de intelectualidad, pero, sobre todo, como necesidad para el alma.
¿Has leído a Michael Ende? ¿Cuál es tu libro preferido? ¿Qué ha supuesto para ti la lectura de este autor? Te leemos en comentarios.
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No he leído nada de Michael Ende, pero despuès de esta genial introducciòn.al autor, lo haré sin duda.
Gracias por el texto
¡Qué envidia leer a Ende por primera vez! ¡Disfrútalo!
A mí, Michael Ende, literalmente me introdujo en el cuerpo el amor por la lectura. Leí Momo con 9 años y seguí con La historia interminable, y a partir de ahí me fundí la biblioteca escolar en pocos años…yo, qué solo leía el suplemento infantil de El país. Guardo a este escritor con mucho cariño en mi memoria y sigo descubriendo su obra. Os recomiendo el que leí la semana pasada: El ponche mágico , para morirse de risa…
Oh, pues El Ponche Mágico no lo he leído ¡Me lo apunto! Gracias, Amel
Me encantó Momo y disfruté mucho con la película viendo el estanque de las flores horarias.
También me gustó mucho La historia interminable, pero del que guardo muy buen recuerdo es del libro El ponche de los deseos, del que, curiosamente, se ha hablado muy poco. Volveré a leérmelo.
Sí, justo Amel nos recomendaba también esa lectura ¡Queda Anotada! Gracias, Pilar