«Cantar es acariciar el sueño de otro» — Federico García Lorca
El 5 de junio de 1898, nació el niño que hablaba con la luna. Lorca nació en Fuente Vaqueros, un pequeño pueblo de Granada, y desde muy niño aprendió a mirar. Mirar con esa profundidad con la que solo los niños, las niñas —y los poetas— pueden hacerlo. Creció escuchando romances a la lumbre y palmas que marcaban el compás de la vida popular. Muy pronto entendió que todo canto es un latido y que cada latido necesita su palabra.
Lorca recorrió cortijos, patios y tabernas de Andalucía con un cuaderno en el bolsillo y el oído despierto. Su propósito: recoger nanas, coplas y seguidillas que la tradición oral mantenía vivas. De aquel viaje nacerían las Canciones populares españolas (1922), dieciocho miniaturas para voz y piano donde el poeta armoniza la dulzura con un eco de misterio.
En ese sur que permanece al margen de la velocidad del mundo moderno, un sur donde las máquinas no dictan el ritmo y la innovación no impone su lógica. Allí, la gente vive con los pies hundidos en la tierra, aferrada a sus rituales, a los cuentos que se repiten desde tiempos remotos, a una forma de sentir que no necesita explicación. Con la Luna que cambia el ánimo, la Tierra que habla en silencios, así se entienden los personajes de Lorca: criaturas intensas, traspasadas por lo simbólico, en esa intensidad espiritual y sentimental donde viven los personajes en el universo lorquiano.
En dos estrofas caben la caricia y el miedo, la promesa de la madre y la sombra que acecha. Por eso, en sus obras —del Romancero gitano a Yerma— la cuna y la luna reaparecen como símbolos de protección y desvelo.
Su obra nos recuerda que la poesía es un refugio donde la imaginación y la inocencia se encuentran. Mientras en el mundo exista una voz que acune la noche, la luna seguirá atenta, cómplice del susurro de las nanas que Lorca hizo eternas.

“Los niños se comen la luna”
Los niños se comen la luna
con cucharillas de plata;
parece un queso muy blanco
recostado en la ventana.
¡Duérmete, luna redonda,
que los niños tienen hambre!
Sueña con mares de azúcar
mientras la cuna se agrande.
(Versión popular recopilada y arreglada por Lorca, 1922)
“Nana de Cádiz”
Duérmete, niño, duérmete,
que la mar viene y se va;
duérmete con los luceros,
que te quieren acunar.
Nana, niño, nana,
nana de romero y sal;
la playa canta en la arena
mientras sueña la ciudad.
(Versión recogida y armonizada por Lorca, 1922)

«La canción es el agua que quita la sed a los sueños». Federico García Lorca
La prosa y la poesía de Federico García Lorca no pueden entenderse separadas de su manera de escuchar el mundo. Él mismo confesaba que antes de poner una palabra sobre el papel, la oía «como si viniera de muy lejos, igual que una campana bajo el agua».
De un lado, bebía del romancero viejo, de la copla y del cante jondo; del otro, asimilaba el surrealismo parisino y la pintura de Dalí. Consiguiendo esa fusión de lo antiguo y lo moderno, generando un lenguaje propio.
Lorca consigue que una copla infantil o una escena rural se eleven a la categoría de mito universal. En su escritura conviven los extremos: lo que nace de lo profundo y lo que se eleva, lo que estremece y lo que acaricia, lo que recuerda la niñez y lo que presiente el final.
Ese Lorca, el del asombro y la ternura, es tan necesario hoy como el Lorca combativo, el que denunció la injusticia, el que fue silenciado por pensar y amar diferente. Porque recordar a Lorca no es solo leerlo, es también defender la imaginación, la belleza, la libertad. Es enseñar a los niños que las palabras pueden ser alas.
Como dijo el poeta, «El más terrible de todos los sentimientos es el sentimiento de tener la esperanza muerta.»
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